EL MUNDO ESTá HECHO DE HISTORIAS

Decía el gran Eduardo Galeano que “el mundo no está hecho de átomos, sino de historias”. Estoy firmemente convencido de que todo buen ser humano que se precie debe tener una buena dieta de historias, y en el universo del cine se encuentran algunas de las mejores. Las historias nos alimentan, como a aquel personaje rosa de la serie italiana de dibujos Tommy y Oscar, que engullía notas musicales, y que guardo en uno de los lugares más privilegiados donde alguien te puede guardar: el gran tarro de los recuerdos de mi infancia, junto a los Pokémon, los Digimon o Doraemon.

Mi primer recuerdo en un cine es en Alcossebre, donde solía pasar los veranos, en aquel apartamento minúsculo enfrente del mar, al que siempre me invitaban mis tíos. Allí había un cine de verano, y, cuando me portaba bien, me daban los puntos verdes correspondientes, comprábamos unos buenos calamares en la pescadería del centro y allá que nos íbamos, con nuestros refrescos bien fresquitos y nuestros bocatas de calamares rebozados con mayonesa. Nunca me ha sabido tan bien un bocadillo como me sabían aquellos, y quizás es buscando esa inocencia que vuelvo siempre al cine.

Cuando descubrí verdaderamente el cine tenía 15 años. Entre clase y clase de la ESO, me juntaba en el patio del IES Enguera con Álvaro, Miguel y Marcos y, poco a poco, empezamos a hablar mucho sobre películas y series. Yo me di cuenta de que, como decía Descartes, no sabía nada, e hice mi primera lista de películas pendientes, que todavía guardo con cariño en el corcho de mi habitación. Aquellos fueron días de mucho cine, de intercambios clandestinos de películas piratas con mis profesores, de mis primeras galas de los Oscar y también de mis primeros ensayos. Todavía recuerdo cuando la profesora de Ética nos preguntó sobre el sentido de la vida y yo cité aquella película tan brillante de los Monty Python, que resuelve que, quizás, es el hecho de saber que la vida no tenga un único sentido lo que la hace irresistible.

Durante aquellos años y de la mano de películas como El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder, Senderos de Gloria de Kubrick o Las uvas de la ira de John Ford descubrí lo que representó (y representa) Hollywood, una fábrica de sueños capaz de penetrar en nuestros imaginarios y moldear nuestra visión sobre el amor, las relaciones de poder, nuestro sentido común (“el menos común de los sentidos”) e incluso nuestros valores más elementales.

Luego llegaron Madrid y la universidad, me enamoré de los cines de toda la vida y me di cuenta con lágrimas en los ojos de que, como cantaba el Nega, “derribaron el viejo cine y hoy es un Starbucks”.

Cuando me vine a Salamanca me topeté con uno de esos cines de toda la vida, con dos días del espectador por semana. Van Dyck se ha convertido en mi iglesia, el templo al que asisto cada lunes llueva, nieve o caigan chuzos de punta (como diría mi abuelita Maruja). Y es que, igual que voy al supermercado cada lunes buscando alimentarme, voy al cine para cuidar mi alimentación de historias. Historias que me ayuden a no perder la esperanza y que me recuerden que, si no somos capaces de soñar un mundo nuevo, habremos perdido para siempre. En definitiva, historias que, como decía Galeano, nos permitan “convertir lo lejano en algo próximo y posible y visible”. Y es que (y parafraseando a Kobe), a esta vida… ¿Para qué venimos a jugar si no es para dejar el partido mejor que como nos lo encontramos?

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